3
de abril de 2007
La vida de la capital bajo el Transantiago ha cambiado drásticamente. Una minoría se ha visto favorecida con menos ruido, menos tránsito de buses y, acaso, un menor pago de pasajes. Generalmente se trata de personas del sector pasivo, que no necesitan usar el sistema en horas punta y que viven en zonas centrales de la ciudad, bien atendidas por los servicios troncales. Para el resto de la población, la situación es mucho peor que antes del 10 de febrero.
De acuerdo con una encuesta de la semana pasada, el 55 por ciento de los usuarios prefiere el sistema antiguo: pese a su incomodidad, su peligrosidad, el ruido y el maltrato de los conductores para con los pasajeros, los buses amarillos representan un servicio recordado como mejor que el actual.
Dicha encuesta no consideró a los automovilistas, que también se han visto perjudicados, porque la mala calidad del nuevo transporte público -en términos de comodidad y de seguridad de llegar a tiempo al destino- ha llevado a muchos usuarios al transporte privado, causando mayor congestión, demoras y atrasos.
Los problemas de los automovilistas son una anécdota en comparación con las odiseas que deben vivir muchos usuarios del transporte público -ejemplificadas en la edición de ayer de este diario-. Es el caso de personas de la tercera edad o con problemas de movilidad, que han quedado virtualmente aisladas en sus hogares, porque el Transantiago las obliga a caminar largas distancias, o porque los buses y el Metro están demasiado llenos para poder viajar en las condiciones que requieren.
Para el segmento activo de la población que debe llegar a sus labores a una hora determinada, el problema es la espera en los paraderos y la incertidumbre en el tiempo de viaje, además de la incomodidad de los transbordos y del viaje en buses o metros congestionados. Esto les ha significado levantarse más temprano, para procurar llegar a tiempo al trabajo, y tardar más en retornar a sus hogares. Así, se ha reducido el tiempo de descanso y aquel del que disponen los trabajadores para estar con sus familias, con el consiguiente costo anímico. Para los que laboran de noche, los problemas son mayores: a menudo no consiguen buses, pues el Transantiago no opera, en la práctica, en la madrugada. Deben esperar a veces horas para conseguir un bus "pirata".
Esta situación ya ha comenzado a tener efectos sobre el aparato productivo del país. Los involuntarios atrasos tienen costos directos sobre las empresas, estimados entre 0,1 y 0,4 por ciento del producto mensual. Las metodologías usadas no son precisas, pero, en todo caso, subestiman los costos del proyecto, pues omiten aspectos tales como la menor calidad del trabajo, por el cansancio, así como el valor del mayor tiempo de viaje de los trabajadores.
El Transantiago se creó con dos objetivos principales: mayor comodidad y menores tiempos de viaje en el transporte público. Se buscaba frenar el traslado masivo de la población al transporte privado, lo que se temía causaría una congestión creciente, haciendo inviable la ciudad. Por desgracia para el país, ha fallado en ambas dimensiones, adelantando la llegada de la crisis de la ciudad que pretendía evitar. Es posible que con un nuevo ministro y grandes montos de recursos fiscales se puedan resolver algunos de sus peores problemas y reducir los daños colaterales que está causando. En todo caso, las aspiraciones actuales son sustancialmente menos ambiciosas: si el Transantiago ofreciera una calidad de servicio similar a la del antiguo sistema, casi se consideraría un éxito. Es ésta una amarga conclusión para una iniciativa cuya concepción e implementación, hasta ahora, es un cúmulo increíble de errores técnicos y políticos.