20 de Mayo del
2012
España
Foto: Antonio Moreno
Rosa, junto a Sinda, la voluntaria que le da
compañía.
Era una anciana
sin rumbo cuatro años atrás. Pues
sin rumbo conocido pasaban sus días.
Cuenta que, antes de pisar los 80, cuando la
soledad ya llevaba años castigando pero
el vértigo respetaba su autonomía,
repetía, incesante, la misma rutina para
obligarse a poner el pie fuera del que era un
hogar hasta que la viudedad lo convirtió
en prisión. Explica cómo bajaba a
la parada del autobús que tiene frente a
casa, esperaba al primero que pasase, sin
importar la línea que cubriese,
subía y dejaba que la transportara hasta
el final del trayecto. Después, una
vuelta por el barrio pertinente y recorrido
inverso. "Así durante años". Sola,
sin contertulio en las idas y las venidas. El
resto del tiempo se quemaba intramuros, con bata
y sin peinado alguno, con las llamadas de su
hijo como único sonido para romper el
silencio de una casa sin más vida que la
suya desde que el 'bypass' de Santiago, su
marido, claudicó hace 17 años.
Ésta era la realidad de Rosa Codina, que
camina hacia los 88, pero cualquier otro nombre
podría llevar teniendo en cuenta que
más de 87.000 personas mayores de 65
viven solas en Barcelona. Un 20%. Y,
probablemente, dicho nombre sería
también femenino, puesto que unas 68.000
son mujeres.
La brújula que señaló la
buena dirección llamó en 2009 al
tercero de la calle Sant Antoni Maria Claret
donde Rosa se ocultaba. La portaban dos
individuos con un único afán: dar
con personas que, como ella, se consumían
en un ocaso sin compañía, donde
los achaques se multiplican y no se halla otra
salida que el abandono. Y tras una
retahíla de preguntas, sólo un
adhesivo para la nevera dejaron. Un obsequio
austero en apariencia, pero determinante a la
postre. Contenía esos números de
teléfono que sirvieron para pedir ayuda y
mudaron por completo la realidad de Rosa, que
ahora cuenta con teleasistencia para ser
atendida en caso de emergencia, come cada
día en compañía de otros
ancianos en un centro cívico y recibe
visitas para mitigar el aislamiento y solucionar
los trámites más farragosos del
día a día.
Radares se hacían llamar esas dos
personas, porque detectar es su labor. Peinar la
ciudad en busca de ancianos que viven solos para
sacarlos del encierro. Encontrarlos y transmitir
su situación al Ayuntamiento para que la
evalúe e intervenga en caso de ser
necesario. No son funcionarios, sino
voluntarios. Concretamente, 207, que ya han
conseguido destapar el caso de unos 250
ancianos, de los que 209 reciben un seguimiento
telefónico y 44 han tenido que ser
atendidos por los servicios sociales.
Una de esas voluntarias también lleva por
nombre Rosa. Comenzó a ir de puerta en
puerta en noviembre. "Al principio pensé,
dónde me he metido. Tenía miedo de
que ni me abrieran, pero la verdad es que lo
estamos consiguiendo. La gente mayor va
saliendo", explica tras recibir el cometido de
extender este proyecto puesto en marcha en 2008
en el pequeño barrio del Camp d’en
Grassot (escogido por contar con casi un 30% de
población envejecida). Ella lo implanta
ahora en la vecina zona de El Coll,
también en el distrito de Gràcia,
pero el Consistorio ya trabaja en la
expansión de esta fórmula de
éxito por toda Barcelona. "Nuestra
atención a los mayores no es solamente
Radares, pero lo es básicamente, porque
es un modelo que funciona y casa con la voluntad
de poner en conocimiento de la ciudadanía
lo que ocurre para sensibilizarla", justifica
Assumpció Roset, la comisionada municipal
para la tercera edad.
Una red de
informadores
La eficiencia radica en tejer una red de
informadores que vayan comunicando
periódicamente el progreso del anciano
una vez hallado. "No sólo encontramos a
las personas mayores, también conseguimos
que el vecino de arriba o el carnicero
estén atentos a si hace días que
el abuelo no sale o si lo ve bajo de
ánimos o de salud, e informe. Allá
donde vamos convertimos a la gente en nuevos
radares", aclara la voluntaria, que destaca la
sorpresa que generan con su presencia: "Lo
primero que preguntan siempre es si cobramos".
"Claro, es que estamos acostumbrados a que todo
el mundo nos engañe y es muy de agradecer
encontrar gente así", interviene su
homónima de 87 años. "Estoy
maravillada con la cantidad de voluntarios que
hay", completa. Y los hay, una veintena de
entidades participa en el programa.
Sinda, que pertenece a la asociación
Amics de la Gent Gran, cubre la siguiente
parcela del proyecto, la de poner cura al
aislamiento. Cada miércoles visita
durante un par de horas a Rosa armada con esos
masajes que incluso el vértigo espantan y
dispuesta a responder a todas esas palabras
cautivas durante las horas en que nadie puede
ofrecer respuesta. "Le damos vidilla para
continuar. Muchos, si no venimos, ni se
arreglan, ni salen", opina y la anciana, a la
que acompaña desde enero,
miércoles tras miércoles,
confirma: "Es lo que hacía cuando estaba
sola. Sólo me lavaba la cara. Pero pasaba
días que, sino tenía que salir
para comprar algo de comer en esta misma acera,
no me movía". Antes de atender a Rosa,
esta prejubilada de 52, lo hizo con otra anciana
ya arrebatada por el Alzheimer. Cuatro
años lleva entregándose a los
mayores, a los que también acaba de
empezar a alegrar mediante el
acompañamiento telefónico, esas
llamadas de cinco minutos "que para ellos son un
mundo".
Bajo el blusón verde escogido para la
ocasión, como el rímel, esconde
Rosa su conector con otro teléfono
más valioso, si cabe. Al que recurre
cuando no tiene tanta suerte como la
última vez y la caída no acaba en
el sofá. "A veces llamo para decir que
estoy bien, antes de que me llamen ellos. Pero
si no los necesito de verdad, no acostumbro,
porque sé de gente que lo hace a todas
horas para nada", dice Rosa para explicar su
relación con los teleasistentes.
Un
teléfono vital
Unas diez manzanas arriba, junto a la plaza
Lesseps, Carme mantiene una mucho más
estrecha. "Ya me conocen y los de la ambulancia,
también", reconoce. Pero no es
persistencia lo suyo, sino necesidad. Con 60
años, no entra en la franja de edad que
acostumbra a requerir de ayuda. Es una
excepción. Se ha avanzado. Torturada por
múltiples problemas de salud, que tienen
como último capítulo una
intervención para extirpar un tumor
pulmonar y una fractura de fémur
aún por operar, la teleasistencia que
recibe de manos de la Cruz Roja resulta "vital".
También cuenta con voluntarios para
acompañarla en sus habituales visitas al
hospital, pero algo falla. "Me siento sola.
Tengo mi mundo muy limitado. No puedo salir de
las cuatro calles que rodean mi casa", admite
esta mujer de férreo carácter.
"Paso muchas horas hablando con la
televisión, porque no tengo con quien
hacerlo", añade y se rinde al admitir que
su mente pide participar en actividades, pero su
cuerpo "no da". Con lo que, de nuevo, Cruz Roja
trabaja alternativas para intensificar la
presencia de personas altruistas que quieran
llevar a su piso la vida que ella no puede salir
a buscar a esa ciudad "agresiva para sus
mayores" que es Barcelona, en la que "el
problema del aislamiento de las redes sociales y
la falta de proximidad vecinal hace de la
soledad un tema capital", según
diagnostica Gemma Roces, responsable de senectud
de la ONG en Barcelona.
Con 27 años más, sí ha
logrado quebrar esas barreras de Rosa que este
año ya se ha dejado ver por la
retrospectiva de Goya, por el Liceu y por el
Museu de la Xocolata, que no se pierde una
charla aunque ni siquiera el tema le interese y
que ahora comunica a Sinda que en agosto tiene
"vacaciones" porque acaba de cerrar una escapada
a Vic con esas amistades con las que comparte
mantel y conversación cada día.
Esas que le han cambiado el "desánimo"
por la "euforia". Esas que también fueron
arrancadas de la clausura cuando alguien
llamó a sus puertas y colocó un
adhesivo repleto de números de
teléfono en su nevera con el único
objetivo de que su existencia dejara de
apagarse.