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El delito de ser mayorPor: Eduardo L. Bonelli Previsión social El descalabro de un sistema
Desvío de recursos, mala administración y envejecimiento de la población han provocado el colapso del sistema. El régimen privado promete una solución, pero no para los tres millones y medio de jubilados y pensionados que hoy tiene el país
Por una parte, el progresivo envejecimiento de la población como consecuencia de la reducción de la tasa de natalidad y de la prolongación de la vida humana; esto tiende a transformar la tradicional pirámide demográfica, con una ancha base de niños y jóvenes y una pequeña cantidad de ancianos en el vértice, en una estructura prismática en la que la base disminuye y la punta se ensancha. Por otro lado, el descalabro del viejo sistema jubilatorio argentino de reparto debido al permanente desvío de los recursos provenientes de su fuente natural -el aporte de los trabajadores en actividad-, durante muchas décadas, hacia el financiamiento del gasto público, a lo que se añade una administración deficiente. La primera de esas causas es de orden universal y en mayor o menor medida afecta a todos los países con algún tipo de organización previsional. Cincuenta años atrás, en la Argentina, entre cuatro y cinco trabajadores en actividad sostenían con sus aportes la jubilación de un retirado, y hoy hay apenas dos trabajadores activos por cada jubilado, lo que lleva inevitablemente al quebranto del sistema. ¿Beneficiarios? Una evolución similar se ha producido en casi todas las economías importantes, sobre todo en Europa, y la tendencia va acentuándose porque los datos de la ecuación convergen hacia la desfinanciación: menor expansión demográfica -es decir, a plazo fijo, menor crecimiento en la cantidad de aportantes- y prolongación de la vida de los jubilados, que así perciben sus remuneraciones a lo largo de unos diez a doce años más, en promedio, a pesar del aumento de la edad de retiro. En la Argentina, además, las cosas se agravan porque crecen la evasión previsional y el trabajo en negro y, por añadidura, el desempleo deprime el número de los trabajadores activos que aportan. En cuanto a la calidad de la administración de los fondos y del servicio que se presta a los llamados beneficiarios -la burocracia tiene una imaginación inagotable para el eufemismo-, hay que señalar, por lo menos, las largas demoras que sufre regularmente la liquidación de los beneficios y el hecho de que, al hacerlo finalmente, la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses), con una frecuencia que invita a pensar no en errores sino en una verdadera política institucional, recorta arbitrariamente las asignaciones; esto impone a los jubilados extensos y complejos trámites judiciales para obtener la restitución de las diferencias. Costo humano y costo económico Además de su carácter desdeñoso de la dignidad de las personas y de su ignorancia del recto sentido de la función pública, todo este procedimiento en que se ven forzados a embarcarse los que transitan, en muchos casos, su octava década de vida tiene, por supuesto, un alto precio para el erario, en términos estrictamente económicos: ingentes recursos se escurren en costos judiciales, intereses y gestores -para no hablar de corrupción-, alimentando generosamente a una industria intermediaria cuya existencia sólo es posible por la impenetrable maraña burocrática desarrollada en torno del sistema, de la cual el jubilado sólo obtiene pérdidas de dinero y de tiempo. El dato de que hay cerca de 95.000 juicios pendientes contra la Anses y el hecho de que todos los meses surgen 2500 nuevas demandas son suficientemente elocuentes al respecto. Pero, además, contar con un fallo judicial en su favor no garantiza en absoluto al jubilado que pueda acceder más o menos rápidamente a los haberes de que es acreedor: es frecuente que el cumplimiento de las sentencias demore bastante más de un año, lo que además de maltrato constituye una verdadera desobediencia a la Justicia. En los últimos tiempos, la aparición de los fondos de jubilaciones y pensiones bajo administración privada dio vuelta el panorama y promete una solución, pero a largo plazo. Quienes se retiren hacia el 2020 por este sistema de acumulación podrán contar -es de esperar- con un haber proporcionado a los aportes realizados durante su vida laboral; entre tanto, quienes vayan retirándose seguirán dependiendo fundamentalmente de sus aportes al sistema estatal antes de 1995, y sólo complementariamente de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP), en caso de haber optado por alguna de ellas. Efecto desolador El sistema de reparto, que en su momento fue planeado para que el jubilado obtuviera al retirarse una asignación significativa respecto de los ingresos que recibía en su vida activa -en 1958 la ley quiso que fuera el 82 por ciento-, con el correr de los años y sucesivos recortes legales, retaceos de hecho, y una violenta agresión inflacionaria impuso a dos o tres generaciones de retirados un agudo empobrecimiento. Es éste, probablemente, el efecto más desolador del viejo sistema: trabajadores de niveles medios y altos que aportaron buen dinero durante varias décadas de actividad quedaron atados a jubilaciones mínimas o muy poco más. Muchos de los que por alguna razón no han completado los aportes requeridos para una jubilación ordinaria, generalmente titulares de asignaciones mínimas, están incluidos en el sistema, y también los jubilados bajo regímenes de privilegio -premiados casi siempre con retribuciones superiores a los topes establecidos en la legislación general, a pesar de no haber hecho la contribución monetaria ni otros méritos que justifiquen la prestación-, lo que constituye un factor de justificada irritación social. La jubilación privada viene a remediar, en buena medida, estos males, aunque se podría alegar, a primera vista, que al derivar un sustantivo caudal de aportes hacia las AFJP, los recursos del sistema público de reparto que atiende a los actuales jubilados se ven reducidos. En realidad, desde hace ya muchos años la relación entre los fondos que genera el sistema previsional y el pago de jubilaciones y pensiones se ha quebrado, y aquella inclinación del Estado a tomar los excedentes de las cajas para atender sus propios gastos se ha revertido: actualmente, una proporción creciente de los recursos para el pago mensual de los haberes jubilatorios proviene del Presupuesto, dentro del cual la mayor partida -nada menos que un 40% del gasto total del gobierno federal- está destinada, precisamente, a pagar jubilaciones y pensiones. Aumento imposible La dimensión de estas erogaciones lleva a los gobiernos, por lo general, a proclamar que su gestión asigna gran prioridad al gasto social, y exhibir como prueba las cifras del Presupuesto. En rigor, el pago de jubilaciones no es, en modo alguno, una prestación asistencial: es lisa y llanamente una deuda pública surgida del compromiso que asumió el Estado al tomar los aportes de los trabajadores, y como tal debería ser honrada. Pero, por su misma magnitud, un aumento de los haberes previsionales resulta virtualmente impracticable en medio de las angustias de una situación fiscal fuertemente deficitaria. Hay que pensar que un incremento del 10% en jubilaciones y pensiones -irrelevantes 15 pesos mensuales, para más de un tercio de las asignaciones- demandaría unos 2400 millones de pesos anuales; bastante menos de lo que requeriría, por ejemplo, acercar las asignaciones mínimas a los 300 pesos. Una erogación así elevaría en no menos de un 50% el ya muy gravoso déficit fiscal. Pero, ¿es razonable que sean los jubilados los que realicen un esfuerzo de tales proporciones como contribución al equilibrio de las cuentas estatales? Por Eduardo L. BonelliDe la Redacción de La Nación PO Box 20022, New York, NY 10025 Phone: +1 (212) 557-3163 - Fax: +1 (212) 557-3164 Email: globalaging@globalaging.org
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